Gustavo vagaba perdido, en algún lugar recóndito del mundo. Bajo la noche oscura y tras una extensa jornada, sus aspiraciones no eran mucho más que algo de comer y un refugio para descansar.
De repente, se encontró con el paisaje nocturno más hermoso que vería en su vida. Dos pequeños faroles celestes iluminaban una delicada y generosa alfombra blanca. La caminata de Gustavo por la senda fue lenta y placentera. Sus pies y su psiquis sentían no tocar el suelo.
De esta manera, llegó a la puerta de una casa negra pero con detalles de pintura que simulaban distintas formas de la naturaleza. No tardó en darse cuenta de que la casa se encontraba inhabitada y con un destornillador se dedicó a falsear la cerradura para ingresar. El procedimiento se extendió por minutos, horas, días, semanas, meses, años…
Finalmente, Gustavo logró ingresar a la casa, cuyo interior combinaba muchas partes negras y algunos detalles en color piel. La casa tenía una sola habitación, pintada en su totalidad en un delicado tono rosa. Se notaba a simple vista la resequedad en todas las paredes de la casa.
Gustavo, extenuado, pareció olvidar el hambre y la sed y se tiró a descansar en la habitación. En los días subsiguientes, se dedicó a pintar la vivienda, pero respetando los colores con los que él se encontró. Estaba claro que ya no pensaba irse de su nuevo hogar.
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