Drácula, perdido y atormentado, se escondió detrás de un cactus en el medio del desierto. De repente, escucho el ladrido de un perro, al cuál aparentemente no le quedaba mucho de tiempo de vida. La situación era por demás extraña, el desastre era inminente.
Eran algo así como las seis de la mañana y el sol empezaba a asomar; después de largas horas detrás del cactus, Drácula se decidió a caminar por el desierto. El silencio característico del mismo lo perturbaba, lo sacaba de sí mismo y por sobre todas las sensaciones, lo atemorizaba. Era como si un fantasma lo persiguiera sigilosamente.
Drácula continuó caminando, con la inmersa sensación de vivir una realidad irreal, hasta que un estado inminente de deshidratación lo ayudo a poner los pies de vuelta sobre la tierra, pero solo por un rato. Su urgente necesidad de beber algo volvió a quebrar su ya debilitada psiquis.
Una alucinación lo llevo a arrojarse al caliente suelo del desierto, creyendo haber visto un pozo con un poco de agua. Una vez en el suelo, el agua no estaba, pero, sorpresivamente, Drácula por primera vez pudo disfrutar el silencio del desierto. Un silencio que sería eterno.
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